Homilías 2019

HOMILIA JUEVES SANTO

Homilía jueves santo 2019, en la Catedral Ntra. Señora de Guadalupe, Canelones. Mons. Alberto Sanguinetti Montero. Alabado sea Jesucristo. r./.…

Homilía jueves santo 2019, en la Catedral Ntra. Señora de Guadalupe, Canelones.

Mons. Alberto Sanguinetti Montero.

Alabado sea Jesucristo. r./. sea por siempre bendito y alabado.

Él que nos reúne en la noche de su entrega, en la que dio a sus apóstoles los misterios de su cuerpo y de su sangre.

Como lo escuchamos el domingo pasado en la pasión según san Lucas, la pasión comienza con la cena de Jesús con sus discípulos. Allí empieza su entrega.

Es la noche de la entrega, pero no pensemos sólo en Judas o los demás personajes que entregan a Jesús. Es la noche de la entrega, de las múltiples entregas de Jesús.

El Padre entrega al Hijo, porque ha amado al mundo sin medida y quiérela salvación de los hombres.

El Hijo se entrega al Padre en amor obediente hasta la muerte, llevando a cabo la obra de su misericordia.

El Hijo se entrega en manos de los hombres, se pone en nuestras manos, aún hasta la humillación y muerte, para llevar sobre sí el pecado. Sufre Dios en la carne el pecado que lo ofende.

El Hijo se entrega por nosotros, para el perdón de los pecados y para darnos su vida.

Jesucristo se entrega por su Iglesia, a la que ama para presentarla ante sí como esposa sin mancha ni arruga.

Él se entrega a su Iglesia, se da a Ella, y en ella se da a nosotros en el memorial de su pasión, en el sacrificio pascual de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Se nos da.

La Iglesia se entrega a Jesús en respuesta de gratitud y amor. Y en ella nosotros nos entregamos al Señor. Recibiendo la entrega del Señor, particularmente en la Eucaristía, todos los santos se han entregado a Jesús, queriendo darle amor por amor, queriendo reparar las ofensas, queriendo con él y en él participar de la salvación de los hombres.

La Eucaristía no es una representación nuestra como un “pesebre viviente”

Lo realiza la Iglesia, según el mandato de Jesús a los apóstoles.

La dio él, para él mismo actualizar su entrega: el sacrificio de la cruz irrepetible, hecho de una vez para siempre, aquí se actualiza sacramentalmente.

Aquí, en la Eucaristía, en este altar, el Padre nos entrega a su Hijo.

Aquí Cristo se entrega al Padre, en el Espíritu, para el perdón de los pecados, para darnos su vida, su Padre como nuestro Padre.

Aquí el Espíritu Santo es derramado para que la oración de Cristo una consigo a la Iglesia toda: por Cristo, con él y en él, oramos ofreciendo a Cristo al Padre y nosotros con Él.

Para ello, nos incorpora consigo en el bautismo, haciéndonos pasar de muerte a vida, de lejanos a cercanos, y por él tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu.

El sello de la alianza, la unción que consagra a los bautizados en la confirmación, culmina haciéndonos un pueblo de reyes, sacerdotes, profetas y mártires. Y la máxima realización de ello es el santo sacrificio de la Eucaristía, la Misa.

Esta entrega la deja y la actualiza la Trinidad en la presencia sacramental, verdadera, substancial del cuerpo y la sangre de Cristo: entregado y resucitado, glorificado a la derecha del Padre.

Esa entrega la deja Cristo en la participación de su sacerdocio que da a todo su pueblo, para que podemos ofrecerlo y ofrecernos con él. La entrega, en la unidad de la Iglesia, ungida por el Espíritu de caridad, se realiza en el mandato del amor mutuo: por eso donde hay caridad y amor allí está el Señor, según él lo ordenó: ámense unos a otros como yo los he amado. Y nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Esta entrega la realiza también el Señor por la misión y consagración de los apóstoles, a quienes hace instrumentos de la entrega de su cuerpo y sangre. De la Eucaristía, del sacrificio pascual, de la proclamación del evangelio, de los sacramentos en particular del bautismo y la comunicación del Espíritu. El lavatorio de los pies, es la acción salvadora de Cristo en la Cruz, es el bautismo que nos purifica, es el ejemplo de servicio de amor, y es también la purificación de los apóstoles para participar del sacerdocio de Cristo, como eran lavados los sumos sacerdotes.

Vivimos tiempos en que hemos visto tanto pecado cometido por sacerdotes, que han dañado a quienes fueron puestos a su cuidado, y que han dañado la fe y la caridad de muchos. No es momento de analizar, ni de juzgar. Sí de llorar y pedir al Señor se apiade de su Iglesia y de los pequeños en la fe; que sane a los heridos. También por cierto es tiempo de pedir por el perdón y la conversión de los extraviados, puesto que también a ellos llega la sangre de Cristo.

Pero, sobre todo, quisiera proclamar, desde la humildad de nuestras personas, la grandeza del sacramento del orden sagrado, del sacerdocio ministerial, que Cristo ha dado a su Iglesia como instrumento y garantía de su propia acción.

Es necesario en la intimidad de esta noche creer en que la potencia y acción de los sacramentos, celebrados por el sacerdote ordenado, no proceden de la santidad de la persona, ni se destruyen por el pecado del ministro, sino que en ellos siempre obra Cristo, cabeza y Señor, sumo sacerdote, mediador y santificador. La fe en la acción de Cristo por medio de su Iglesia, a pesar de los pecados de sus miembros, la fe en la salvación dada por las acciones sacramentales de sus obispos, sucesores de los apóstoles y de los presbíteros sus colaboradores, es fe en que son siempre acciones de Cristo y en ellos obra el Espíritu de santificación y de gracia. La santidad de los sacramentos no depende de la santidad del ministro, mero instrumento, sino la fuerza salvadora de la cruz de Cristo.

La fe en la grandeza y santidad de la Eucaristía y en la presencia real de Cristo en ella, y en la eficacia del sacrificio de la cruz, actualizado y ofrecido en el altar, está unida a la fe en la acción de Cristo a través del sacerdocio católico. ¡Qué alteza la del Señor! ¡Qué abajamiento el quedarse significado en el pan y el vino! ¡Qué humildad querer dejarse representar por hombres, que no son más que hombres, y aún pecadores, para así hacer presente en medio de nosotros la intercesión que Él presenta ante el Padre en el cielo!

Agradezcamos esta noche el don del apostolado, del sacerdocio dado a la Iglesia, y pidamos por todos los que tienen que servir con este ministerio con temor y temblor, pero confiando en que es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar, como bien le parece (cf Fil 2,12).

Estos días hemos compartido, cada uno a su modo, el sacudimiento por el incendio de la catedral de Notre Dame de París. Toda su belleza, todo su arte, el esfuerzo de generaciones y de siglos, son una proclamación de un pueblo enamorado de la Eucaristía – pues sólo para eso se hizo – que desborda en fe y amor a Cristo eucarístico, con entrañable profesión de fe en su ser Dios y hombre verdadero, crucificado y resucitado gloriosamente, con una fe desbordante en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y la verdad de su santo sacrificio salvador.

No se entiende la Catedral católica sin la fe en el bautismo, la confirmación y el Santo Sacrificio de la Misa, junto con la fe en el episcopado, con su presbiterio, como instrumento de Cristo Cabeza y Señor de la Iglesia, llenándolo todo con su Espíritu para gloria del Padre. La Catedral es efecto, signo e instrumento de la presencia de la Trinidad Santo por la Encarnación del Verbo e Hijo de Dios.

Para ello la catedral es consagrada, dedicada y ofrecida a Dios. Tiene dos espacios: el del pueblo sacerdotal, bautizado y confirmado, cuyo acto supremo es recibir el perdón, para adorar a Dios y ofrecerse a él. Y el presbiterio en donde el sacerdocio católico, una y otra vez, por gracia y poder del resucitado, es instrumento de la oración de Cristo, de la efusión del Espíritu para gloria del Padre. Eucaristía, pueblo consagrado para la Trinidad y sacramento del orden sagrado forman una unidad inseparable. Amor a la Eucaristía y reconocimiento del sacerdocio católico como don de Cristo son uno: éste, el sacerdocio, al servicio de la Misa y del pueblo santo.

De aquí que este pueblo, pobre, pecador, pero confesor de la fe y renovado por la caridad, supo hacer brotar aún para este mundo, las mayores obras de arte, en una síntesis de espacio, tiempo, historia, como aparecen en la catedral de París. De la eucaristía, del misterio de Cristo, con toda la cristiandad, brotaron los hospitales para los enfermos, las universidades para el saber, la investigación y la contemplación de la creación y la redención. Esperando la vida eterna, reflejada y presente en la misa, pudieron iluminar y transformar la convivencia humana.

La catedral de París, consagrada a la Trinidad, está bajo la invocación de Nuestra Señora de París, Notre Dame. Así como la nuestra está bajo la invocación de Nuestra Señora de Guadalupe, Nuestra Señora. En ella se sintetiza toda la fe: la divinidad y la encarnación de Cristo, su perdón, la salvación, la filiación divina y la vida eterna.

En ella la Iglesia, el pueblo santo, cada uno de nosotros, reconoce el don de Dios en su entrega por nosotros. Y el don de Dios, en su Espíritu, que nos hace capaces de entregarnos a él, pobremente y humildemente, en fe, esperanza y caridad.

Que ella, Notre Dame, Nuestra Señora, vida, dulzura y esperanza nuestra, nos guíe a recibir a Cristo, a dejarnos amar, sanar y perdonar, a buscar amarlo y servirlo, a olvidarnos de nosotros, para que con el templo de piedras vivas, que somos nosotros por el bautismo y la confirmación, en la eucaristía ofrezcamos sacrificios espirituales agradables a Dios, que él acepta por Jesucristo, que por nosotros murió y resucitó, y vive y reina, por los siglos de los siglos. Amén.

HOMILIA MISA CRISMAL

Homilía en la Misa Crismal del 17 de abril de 2019 Mons. Alberto Sanguinetti Montero. Sea alabado y bendito Jesucristo…

Crismal

Homilía en la Misa Crismal del 17 de abril de 2019

Mons. Alberto Sanguinetti Montero.

Sea alabado y bendito Jesucristo r./. sea por siempre bendito y alabado

                Hermanos carísimos, nos reúne hoy nuestro Rey y Cabeza, nuestro Sumo Sacerdote, el ungido para traer el Evangelio del Padre, el Esposo que amó a la Iglesia, para unirnos estrechamente en el fruto de su bienaventurada Pasión y su gloriosa Resurrección y su admirable ascensión a la derecha del Padre, el dador permanente del Espíritu Santo.

                Esta Misa Crismal nos hace vivir la gracia sobreabundante del Espíritu Santo que desde la cabeza, Jesucristo, se derrama sin medida sobre todo su cuerpo, la Iglesia.

                Lo acabamos de oír de él mismo, en la profecía y en el cumplimiento, en su carne bendita: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido.

  1. 1)renovemos nuestra fe en Jesús, el Mesías, el Ungido del Señor, el Cristo.

                Él estaba prefigurado en el sumo sacerdote Aarón. Jesús, Hijo de Dios, puesto al frente de la casa de Dios, se nos presenta como sumo sacerdote capaz de compadecerse de nuestras debilidades y, al mismo tiempo, santo, puro, separado de los pecadores. Acerquémonos confiados al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y recibir ayuda en tiempo oportuno

                Él llego a ser sumo sacerdote perfeccionado con el sufrimiento y así entró en el santuario celestial, a través del velo de su cuerpo, ofreciendo su propia sangre. Allí él se ofrece e intercede como sacerdote y cordero inmaculado.

Él estaba anunciado en David, a quien Dios buscó, eligió como rey y ungió con óleo santo. El Domingo pasado, hemos aclamado a Jesús, entrando en Jerusalén, como Hijo de David, con reinado salvador y eterno.

El Espíritu del Señor estaba sobre Jesús, cuando anuncio el año de gracia, el Reino de Dios que se ha acercado, que trae el perdón y la libertad, la luz, la vida.

                En Cristo el Ungido, entregado y glorificado, por él y con él, se nos da la Trinidad Santa. El Padre que lo unge, lo envía, lo entrega, lo resucita, lo sienta a su derecha y lo pone como cabeza, salvador, señor y esposo de la Iglesia, el Pueblo santo de Dios. Él, colmado de la unción del Santo Espíritu, lo derrama por todo su cuerpo, lo entrega a su Esposa, santifica a sus hermanos.

  1. 2)Por ello, renovemos también hoy nuestra fe en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica.

Esta Iglesia santa y avergonzada por los pecados de sus miembros pide perdón por tantas infidelidades y escándalos que se cometen en su seno: la oración y el sacrificio de muchos miembros que sufren la purifica.

Esta misma Iglesia sigue siendo la que Jesús amó, por la que se entregó y en la que reposa el Espíritu Santo. “Donde está la Iglesia allí está el Espíritu; y donde está el Espíritu allí está la Iglesia y toda gracia. El Espíritu es la verdad”, enseña San Ireneo (Adv. Haer.s, II24, 1).

La santidad de la Iglesia se manifiesta en primer lugar en el perdón de los pecados que el Señor por ella otorga, restableciendo y curando a sus miembros enfermos por la misericordia y la penitencia y guiándolos por el camino de los mandamientos. En ella, con paciencia sin límites Dios misericordioso llama y espera, perdona y corrige, da el don dela conversión y la vida, une a la cruz de Cristo.

La santidad que el Espíritu Santo infunde en la Iglesia brilla en sus santos. Por cierto en los que en ella se santificaron, ya desde la antigua alianza, que a la Iglesia estaban dirigidos, como por cierto en la novedad de la Alianza Nueva y Eterna. La Iglesia santa es la de los mártires, los confesores de la fe, los que fueron santificados en vida de oración y penitencia y los que lo hicieron en las condiciones de una vida simple y común. La Iglesia hoy en día vive principalmente en sus santos, los conocidos y los pequeños fieles creyentes. Alegrémonos con ella y repitamos: “cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades”.

  1. Renovemos la fe en la Iglesia santa y santificadora por el vigor de la palabra de Dios. La Iglesia es santa en la confesión de la fe, en el anuncio del Evangelio, la proclamación de Cristo, ungido, testigo de la verdad, Verbo de Dios. Apoyada sobre la confesión de fe apostólica, la Iglesia habla a todos desde la verdad de Jesús, que revela al Padre, en el testimonio del Espíritu Santo.

En una cultura del relativismo, que hunde a los seres humanos en el sinsentido, en la afirmación de que la verdad no puede ser alcanzada, que sólo queda lo que “a mí me parece”, o lo que yo siento, en esa nebulosa, la Iglesia proclama el esplendor de la verdad, del mandamiento divino, del llamado de Dios, en Cristo, el Verbo que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre.

De esta verdad hemos de vivir. Esta verdad hemos de proclamar y defender. De una u otra forma por la verdad de Cristo hemos de morir.

  1. 4)Renovemos la fe en Cristo el Ungido que derrama el Espíritu, que obra y actúa dando vida por de los sacramentos.

El Padre obra por Cristo, que es su Hijo, su sabiduría, su Verbo y su Imagen. Y ambos obran por y con el Espíritu Santo Señor y dador de Vida.

El órgano de acción de Cristo por el Espíritu es su humanidad bendita, que asume consigo el cuerpo de la Iglesia. Toda la Iglesia es regida por la cabeza, Cristo. Toda la Iglesia es llevada, vivificada, por el Espíritu Santo.

Y esto lo vemos principalmente en los sacramentos. Vamos a pedir la infusión del Espíritu en el óleo de los catecúmenos, para que éstos puedan librar el combate contra el maligno, el padre de la mentira, el que es homicida desde el principio.

En la vigilia pascual la oración de la Iglesia unida a Cristo consagrará el agua, para que, en el bautismo, muertos al pecado, renazcan a vida nueva, vida de hijos de Dios, en justicia y santidad verdadera, como hermanos en la Iglesia, herederos de la vida eterna.

Ese mismo Espíritu será invocado por la Iglesia, para que Cristo, el Ungido, lo derrame en el Santo Crisma. Así este ungüento precioso, este perfume, supera el olor y la belleza de la creación y transmite la belleza de Cristo muerto y resucitado, de su verdad, de su amor y humildad, de su caridad infinita, de su perfecta glorificación del Padre. Los bautizados somos ungidos, crismados, confirmados con la gracia del Espíritu para tener la perfección sacramental del ser cristiano, de la Iglesia.

Así podemos verdaderamente participar de la acción suprema de Cristo, podemos unirse al sacrificio de alabanza al Padre, a la Santa Misa. Hechos uno con Cristo y sellados por el Espíritu nos ofrecemos al Padre en sacrificio de alabanza y acción de gracias, a quien es dado todo honor y toda gloria. Nos ofrecemos en la misa, para ofrecer nuestra persona y nuestra vida.

Reconozcamos, hermanos, nuestra dignidad de bautizados y confirmados, hechos reyes, sacerdotes, profetas y mártires. Seamos fieles a esa gracia. Confiemos en Cristo el testigo fiel, dejémonos llevar por la unción del Santo Crisma, para que nos configure con Cristo para gloria del Padre, para nuestra santificación, para entregarnos al servicio del prójimo, al que el Señor nos envía, a quienes pone a nuestro cuidado.

Tomemos la cruz real, gloriosa de Jesús, para librar el combate, para convertirnos de nuestras pequeñeces, para ser uno con el Señor, manso y humilde, crucificado y humillado, glorioso y bendito.

  1. En esta mirada a la presencia de la Trinidad en los sacramentos, brevemente quiero agradecer a todos los que han ido colaborando en la renovación en la catequesis y en la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana. Agradezco a los que les ha sido más fácil y a los que han colaborado aunque les cueste. Aún nos queda camino para andar. Es sin duda un fruto bueno de la renovación de la Iglesia.
  2. Aunque ya lo he ido anunciando, quiero compartir en este ámbito la institución del catecumenado diocesano para todos los que no han sido bautizados en la primera infancia. También aquí pido voluntad y entrega. No estamos para quedarnos parados. Creo de verdad que son frutos del Espíritu en la Iglesia, que van más allá de un entusiasmo pasajero y son parte, pequeña, humilde, pero concreta – si la asumimos de verdad – de una Iglesia que hace participar el don de Cristo.
  3. Sin olvidar a nadie, permítaseme una palabra a los sacerdotes, próvidos colaboradores del orden episcopal. Yo he sido muchos más años presbítero que obispo, por ello conozco penas y alegría, tentaciones y gracias. Deseo invitarlos a la valentía sacerdotal, a correr tras de Cristo y su cruz, a reavivar el fuego del Espíritu que recibimos por la imposición de manos y la unción en nuestras manos.
  4. A los diáconos mi gratitud y mi oración. Consagrados para el ministerio, para el servicio. Tomen el ejemplo de los grandes santos diáconos.
  5. Una palabra especial para los religiosos, destacando a las religiosas. En ustedes la gracia del bautismo y la unción de la confirmación las configura especialmente con la Iglesia, esposa, virgen y madre. Gracias por su presencia y su ser en la Iglesia.
  6. Quiero agradecer especialmente a los que han venido de otras naciones a servir en nuestra Iglesia local en distintas vocaciones. Vivimos la realidad de una Iglesia una, en la que no hay judío o griego, bárbaro o escita. Gracias por su generosidad y por ayudarnos a vivir en esta Iglesia, la Iglesia única y católica.
  7. Me dirijo a los jóvenes. Pongan todas sus energías, sus ilusiones, para buscar a Jesús y dejarse alcanzar por él. Tengan fortalece para ser fieles. Él no defrauda. Busquen conocerlo más, unirse más con él y con la Iglesia. Es en ella, especialmente en la oración y la Eucaristía, donde con humildad y fidelidad han de encontrar la fuente de la vida. Y si en algo tropiezan, vuelvan siempre a Cristo y a la Iglesia.

Una última mirada a Santa María, la Virgen Madre de Dios. En ella está toda la santidad de la Iglesia, toda su mediación maternal, toda su fidelidad a Cristo. Este año queremos consagrarnos a María, para que ella nos a vivir la gracia del bautismo y la confirmación, para la gloria del Padre, para nuestra salvación y la del mundo entero.

Miremos al que atravesamos. A Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

VIGILIA PASCUAL

HOMILÍA EN LAVIGILIA PASCUAL, 20 de Abril de 2019 Mons. Alberto Sanguinetti, obispo de Canelones.   LA TOTAL NOVEDAD: LA…

HOMILÍA EN LAVIGILIA PASCUAL, 20 de Abril de 2019

Mons. Alberto Sanguinetti, obispo de Canelones.

 

CapturaLA TOTAL NOVEDAD: LA VIDA NUEVA QUE NOS DA CRISTO RESUCITADO POR EL BAUTISMO.

CRISTO RESUCITÓ r./. EN VERDAD RESUCITÓ

Hermanos carísimos, la Iglesia anuncia y grita a todos los vientos un hecho doble.

Cristo fue crucificado. Hecho histórico de quien dan testimonio muchísimas fuentes. Cristo resucitó de entre los muertos. De ello testifican los apóstoles y otros que lo vieron y dieron su vida como testigos. Es razonable creer ese testimonio, porque los testigos son fiables; por los signos que Jesús hizo, por la unidad con toda la figura de Jesús de Nazaret, que tiene su coherencia interna, figura imposible de crear por la imaginación o deseos humanos.

Cristo crucificado, Cristo resucitado. Sobre este testimonio miles y miles vivieron y viven su vida, entregaron su vida y la entregan, no por fanatismo, sino normales seres humanos. Sabios y sencillos, proclaman su fe en el testimonio de Cristo, que murió por nuestros pecados y resucitó para darnos vida nueva, sana, santa, eterna.

Volvemos, pues, a anunciarlo. Creer o no en este testimonio es un acto de libertad, de adhesión de la persona a Jesús. Si reconozco que murió por mí, me dejo amar, y me dejo poseer por su amor. Si reconozco que resucitó y vive y reina, me dejo salvar por su gracia y poder. Creer en Cristo resucitado, llama a vivir en una vida nueva, fundada en su amor y la verdad que él proclama, en la victoria y salvación que él nos regala.

           En concreto, esta aceptación por la fe de Cristo muerto y resucitado para nuestra transformación en hijos de Dios, se identifica con que dejemos obrar a Cristo, a la Santísima Trinidad. Y esta aceptación de fe, movida por la misma gracia de Dios, es la aceptación del bautismo.

El bautismo no es una simple bendición divina.

El bautismo es el acto de Cristo resucitado y glorioso que vive a la derecha del Padre, por el cual recibimos el Espíritu Santo para el perdón de los pecados y para vivir según Dios, unidos a Cristo en su Iglesia. El bautismo es una nueva creación, para tener una existencia nueva, en Cristo, por la fe.

            Hoy al proclamar que Cristo crucificado resucitó y vive junto al Padre y reina y actúa en este mundo, queremos salir por las plazas, usar todos los medios, para invitar a todos los que no han recibido la gracia del bautismo, a creer en Jesucristo y a dejarse introducir en la vida nueva y abundante que él nos concede. Que dejen la ignorancia de Cristo o un mal conocimiento de él, para pedirle a la Iglesia que los inicie en la sorprendente vida nueva que Jesús nos da, como hijos de su Padre.

            Pero nos dirigimos especialmente a nuestros queridos catecúmenos. Pónganse en manos de Dios, que tanto amó al mundo que entregó a su Hijo Unigénito, el que desde toda la eternidad está en su seno, el que es consubstancial a él, Dios de Dios, Luz de Luz. Lo envió en la carne, nacido de María Virgen, para que fuera nuestro sacerdote y nuestro cordero, la puerta, la luz, el Verbo que a todos los que creen en su nombre les da la potestad de llegar a ser hijos de Dios.

            Así nacerán del agua y del Espíritu Santo, como miembros de Cristo, en su cuerpo que es la Iglesia. Van a participar de la realidad para la que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, llevada a plenitud en Jesucristo, imagen del Dios vivo.

El agua creada para dar vida, el agua de la salvación en el arca de Noé, de la liberación en el mar rojo, llega a su máximo sentido en el agua que brota del costado abierto de Cristo en la Cruz, y que es ahora el agua del bautismo fecundada por el Espíritu Santo en el seno de la Madre Iglesia.

            Luego de bautizados serán marcados y confirmados por el dedo de Dios. Jesucristo, a quien Dios ha enviado, habla las palabras de Dios y da el Espíritu sin medida. Por ello, a los bautizados, para que participen de la plenitud de la nueva alianza, para que reciban los dones sobreabundantes del Espíritu en la Iglesia, a ellos los sella con Espíritu de la promesa, los unge con el crisma de la alegría, de modo que tengan la perfección sacramental de los miembros de su cuerpo. Por ello, renacidos y hechos nuevos por la acción del Espíritu en el bautismo, partícipes de Cristo muerto y resucitado, reciben la unción real y sacerdotal en la confirmación, para que se despliegue la santidad en su Iglesia, para que anuncien proféticamente por la palabra y la vida a Jesús que ilumina a todo hombre, y para que sean también capaces del martirio, de ofrecer la vida por la verdad del amor de Dios, de la alianza sellada en la sangre del Cordero.

            Nuestra comunión con Cristo crucificado, sería una vana sensiblería, si no incluyera nuestra muerte, nuestra ofrenda con el Señor.

También otros ya bautizados anteriormente llegarán a la madurez sacramental del ser cristiano y así participarán de la plenitud de la Iglesia Esposa de Cristo. Ábranse a la acción del Espíritu.

            Me dirijo ahora de un modo particular a los ya bautizados y confirmados. Vuelvan a escuchar el anuncio de Cristo crucificado y resucitado, de modo que ya no vivan para sí mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó. ¡Reconoce, cristiano tu dignidad! Si fuiste unido a Jesucristo por el bautismo, no desprecies el don de Dios. Conviértete a una vida digna de bautizado, de hijo de Dios, de miembro de la Iglesia. Recuerda la palabra de Cristo – toda la palabra de Cristo - y no vivas según el mundo, sino según Dios, en todos los órdenes de tu vida. Reza y pide la gracia de cambiar tu vida, alma y cuerpo, trabajo y descanso, tu familia y tu dinero, todo según Dios. El sentido de tu vida no es satisfacer tus deseos, fantasías y pasiones, sino entregarte a Dios en justicia y santidad verdadera., según sus mandamientos. Renueva el perdón de los pecados que recibiste en el bautismo, reconociendo con humildad tus pecados ante la Esposa de Cristo, la Iglesia, y recibe el perdón y la paz en el sacramento de la confesión.

            Miremos nuestra meta. La vida de la Iglesia peregrina culmina en la Jerusalén del cielo, en la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro, en el seno del Padre y del Hijo en la unidad del Espíritu Santo.

Pero no es esa una realidad meramente futura. De un modo real, aunque sacramental, ya participamos de la meta en la Eucaristía. Aquí, en la Eucaristía, Cristo glorioso, sentado a la derecha del Padre, hace presente por el ministerio apostólico y la acción del Espíritu Santo su propia ofrenda pascual. Es él el que se ofrece como víctima de propiciación por nuestros pecados y los del mundo entero, en el altar del cielo y aquí en la tierra. Es él por quien baja el Espíritu Santo para santificar nuestros dones y volverse la propia ofrenda de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Por el mismo Espíritu une consigo a la Iglesia, a todos sus miembros, para que en el memorial de su muerte y resurrección, sea unida con Cristo, en la oración y ofrenda, y se vuelva, nos volvamos ofrenda, pura, santa, agradable a Dios. En la santa Misa baja el cielo a la tierra y nosotros somos introducidos con los ángeles y los santos a la presencia de Dios.

            Porque hermanos, nosotros nos hemos acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, y a Dios, juez universal, y a los espíritus de los justos llegados ya a su consumación, y a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel (cf. He 12, 22-24).

            Hermanos, la humanidad creada por Dios y sujeta al poder del pecado y la muerte, necesita ser salvada. La sociedad necesita un cambio. Y lo más importante de este cambio no vendrá desde afuera: de la ley, de las estructuras políticas y sociales. Tampoco vendrá de supuestas energías y autoayudas humanas.

            El único salvador del mundo es Cristo Jesús. Y el cambio fundamental sólo puede venir de su acción salvadora, recibida en la obediencia de la fe, en la esperanza de su gracia, en la caridad del Espíritu Santo.

Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe, porque permite que Dios venza en nosotros (cf. 1 Jn 5,4).

            En una sociedad desesperanzada, que lleva a la muerte, somos invitados a esperar la vida eterna, que Jesús ha inaugurado con su muerte y resurrección y vivir desde ya la vida eterna, la vida verdadera, renunciando al pecado y viviendo según Dios. Sólo así se renueva la persona, la familia, la sociedad.

            Que la Virgen María, nos acompañe para que cada uno tenga de verdad la experiencia del bautismo, la experiencia de la Pascua, en una vida nueva, santa, con el gozo de Cristo, que murió y resucitó, y está sentado en los cielos y vive, salva y reina por los siglos de los siglos. Amén.

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